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El alma del diaguita
Rafael Ceballos Reyes
Con este título Isabel Mércol, “Paytu” escribió “La historia detrás de un poema poco conocido” refiriéndose al poema Cardo en Flor escrito por mi padre, Rafael Ceballos Reyes, trabajo que obtuvo el primer premio en el certamen Literario “La Rioja camino al bicentenario” en el género ensayo, en diciembre de 2009. A continuación, el poema
Porqué escribí este poema
Día feriado, de descanso, rumbo a la sierra de Velazco, penetrábamos en la Quebrada de Los Sauces. Camino sinuoso, pegado al arroyo alegre que lame la roca como en amoroso empeño, acuciaba nuestro espíritu y embriagaba nuestras almas la imponencia de la montaña enhiesta, el aroma de la tusca y del clavel del aire, bajo la sugestión de la naturaleza plena de armonías.
Un leve respiro de nube –llovizna tenue- produjo el despertar de los cardos, en nívea floración. Este sortilegio de natural ensueño estimuló en mi amigo, doctor José Ignacio Vera Ocampo, el sentido íntimo de su alma, diciéndome: nuestra Quebrada es un prodigio, un emblema de belleza. Qué hermoso panorama como sugestión poética. Esto invita a las Musas a convertir sus dones en musicales versos.
En verdad, la naturaleza era en sí un poema. Lo frágil era traducirlo.
Recorriendo la sinuosa cinta del camino, notamos que la gracia de la nube produjo en laderas, riscos y hondanadas, el suave perfume de la salvia del tomillo, sahumerios que, al transportar las almas llevaba a nuestro espíritu por aledaños de pastores y zagalas.
Al trasponer de nuevo el camino bajo la fina llovizna, los cardos alegres, como en dulces recuerdos, agrandaban su ofrenda. Parecía que una noble pasión nativa surgiera en antorchas luminarias para rendir culto a una vieja tradición.
Dentro del marco de este cuadro simbólico se espació mi espíritu en remembranzas de una pasado incásico, surgiendo como emblema de redención la Cruz de América. Fue entonces cuando cuajó en mi ánimo la pretensión de traducir al verso un retazo de vida inca, simbolizada en el cardo.
Ingenua en infantil tarea es quizás la de poetizar. Para el común de las gentes la poesía es trivial empeño, sugestión sin valor práctico, sueño sin realidad, esfuerzo espiritual que no cuaja en la real materialidad del existir. Sin embargo, yo creo que la poesía, a través de la vida, es el alma misma de la vida. La poesía es ensueño, es fuerza creadora, presagio de una verdad; es sensibilidad del espíritu forjador de armonías; es evangelio de luz que ilumina las conciencias en ansias de redención. La poesía es belleza y esencia de las cosas. Educa los espíritus, los dulcifica y los exalta en sentidas expresiones del alma. Es el propio espíritu humano que traduce presentimientos, emociones e inquietudes, empeñado en idealizar la vida con un soplo de esperanza.
Ojalá pudiera ella extractar la esencia pura del ser para estampar en el tiempo, la imperecedera razón de la justicia la verdad absoluta de la libertad, como en una exhumación del alma.
He aquí mi expresión espiritual.
LA LEYENDA
“….. y nosotros siendo christianos hayamos destruido tantos reinos; porque, por donde quiera que han pasado christianos conquistando, otra cosa no parece sino que con fuego se va todo gastando.”
Cieza de León
“….. Hombres envueltos en llama de guerras y en humo de sacrificios humanos, gente de Torquemada y de Isabel, hombres vestidos de hierro, Midas sedientos de oro, no supieron recoger la voz de América. Pasaron entre pueblos inocentes y atónitos, preguntando por el socavón del oro. El español no acertó a descubrir sino la realidad externa, física, de América. Destruyó cuanto pudo la realidad moral.”
Arturo Capedevilla
Cuenta la tradición que en cierta vieja Comarca riojana existió, allá en la época de la Conquista española, un pueblo de cultura incásica prominente. Circunstancias varias, naturales unas, de orden social y de conquista otras, destruyeron aquel foco de cultura ilustre, de tiempos idos.
Un poblador de antigua raigambre india, como en reminiscencias de viejas tradiciones, exponía a su modo la tragedia ocurrida. Un Curaca con sus dones de estirpe india –afincado social del Inca- gobernaba su predio en placidez eglógica y sencilla. Sus dioses inspiraban su acción, y en el transcurso del tiempo se diluía la vida en un íntimo presagio de sol …
Mas, es el caso, que de pronto se originaron perturbaciones de orden diverso. La naturaleza desató sus furias, y más tarde, la incomprensión de los hombres abrió las puertas a la jauría de sus egoísmos. La desintegración estadual fue propicia para la invasión de gente extraña, impetuosa ávida, bárbara y sensual, sanguinaria, mística y fanática. Todo ese caudal de sangre producto de la mezcla de pueblos heterogéneos que, a través de siglos confundieron sus sentimientos, pasiones y voluntades, se volcó intrépido y voraz. Y aquel, en otrora floreciente Imperio de los Incas, viose abatido y desintegrado en la amplitud de los cuatro rumbos. La apacible convivencia de la referida comarca fue impedida por la insolente actitud del invasor. La avaricia más torpe y un fervor impúdico anularon la templanza del espíritu cristiano. De tal manera que lo que debió ser concreción evangélica en trance de redención, resultó inquisitorial empeño de dominio.
El Curaca mascaba su dolor, ansioso de sol … Destruido su predio, sojuzgada su raza, y como en satánica afrenta, ofendido su hogar, inmolo su vida en un desborde de ansiedad.
Y cuenta la tradición que a través de los tiempos, los pobladores veían a contraluz de montes y suelos ardorosos, resplandores que semejaban castillos y brazos que alzábanse como en una imprecación. Era el viejo poblado que se manifestaba e la fosforescencia diríase del sol sobre la tierra reseca, y los brazos y las manos de una raza que implorara justicia.
Ambularon ya varios siglos, y la vida se extracta en nuevos soles. Pero, del fondo de la historia resurge el tiempo que fue, en la vieja ronda del río, en el íntimo rumor de la brisa, como en la suave humedad del alba; en el mustio lamento de la llanta, y en la imprecación de una raza simbolizada en el Cardo.
El Pucará del Diaguita
PRIMERA PARTE
La historia es vieja. La leyenda incierta.
Cuentan que oscuras turbas del Oriente
Pusieron llave a la Sublime Puerta,
Para clavar su centro en Occidente.
Y narran esas viejas tradiciones,
Que fatídicas hordas misteriosas
Sangraban con su fe, torpes histriones,
La grey cristiana en noches tenebrosas.
En misterios de rito y leyendas
el Oriente forjaba su fortuna,
fuerza ciega que en mágicas ofrendas
enardece su fe la Media Luna.
Europa lucha y reza. Uno trabaja.
tal la consigna del feudal sistema.
en su inconciencia teje su mortaja
con cilicios y salmos, como ofrenda.
La justicia era cáustico anatema
del señor, que en las justas se consagra;
y los juicios de Dios, rudo sistema
de un derecho sangriento que taladra.
El Oriente se vuelca pavoroso
sobre Occidente tétrico y dormido.
Dos fanatismos: uno fervoroso,
el de Oriente, adusto engreído.
Sistemas que entrechocan su albedrío
en pujanzas de inicuas conversiones,
fuerzas contrarias que en tonante brío
ponen en juego sórdidas pasiones.
Surgió entonces del alma de las cosas
el pensamiento –luz de eternidad.
el despertar del yo, como las rosas,
lleva en su esencia amor y libertad.
Rompióse el molde y la conciencia expresa
de una nueva razón, abrió horizontes;
Europa rumbo al sol se despereza …
y España surca mares y abre montes.
Bajo mantos de cielos tenebrosos
el espíritu hispano se desplaza
el godo cruza mares tenebrosos
clavando el cetro de su hidalga raza.
Iberia ….
Iberia …. de las místicas razones
fecunda savia de la heroicidad,
si Pelayos fundaron tus blasones,
tu nuevo mundo brinda libertad.
SEGUNDA PARTE
La fiera tropa de la estirpe hispana
se abalanza en ibérica proeza,
fuego ardiente es la turba castellana,
incontenible el godo en su fiereza.
Impetuoso, fanático, sensual,
caldeado en soles y curtido al viento
el invasor arrostra el vendaval
pletórico de fe, de oro sediento.
Calado el yelmo, fúlgida la espada,
en atrevido empaque de feudal,
el gesto adusto, listo en la estocada,
su fe encendida en místico ritual.
Cauteloso, furtiva la mirada,
hinchado el lomo camina a la deriva;
y al afrontar el reto, en la emboscada
zumba la flecha, que el escudo esquiva.
Desmelenada al viento en la maraña
siente el godo la indiada que se inquieta;
terco en su empeño trepa la montaña,
insensible al arpón y la saeta.
En resplandor de aceros se destaca
La furia airada que la cruz esgrime,
y el indio huraño, reciamente ataca
en lucha cruenta que su sol redime.
Mas, no es el Cid con su tajante espada
el que agiganta el nervio de la raza,
ni es su garbo gentil, que en la porfiada
lucha, su noble heroicidad desplaza.
Y no es la hidalga tradición hispana
De Pelayos y Alfonsos, paladines,
la que exalta su gloria y fe cristiana
en el eco triunfal de sus clarines.
Son Felipes de estirpe lusitana,
-savia sueva a la ibérica inyectada-,
los que arrasan la Atlántida lejana
en febriles empeños de cruzada.
Un fuego ardiente de pasiones hondas
Clava su hiriente daga redentora,
y en misterios de valles y de frondas
abre brecha la fe inquisidora.
La soldadesca sangra la jornada
insensible y tenaz en sus afanes.
el Breviario es la mística carnada
que al Inca lanzan insaciables canes.
Espada y Cruz es la razón expresa
que en América impone el invasor.
Pizarro es el verdugo de la empresa
que Torquemada atisba, inquisidor.
La turba hispana en delirante alarde
colmó en el Inca su intención fingida,
y en el manso repliegue de una tarde
el Imperio del Sol sangró su herida.
Sobre cumbres valles, abatido,
el viejo Kuntur clava su mirada;
al ocultarse el sol, lanzó un graznido
y se perdió en las sombras de la nada.
TERCERA PARTE
La Comarca de añejas tradiciones
como dormida en mitos y leyendas,
se abandona febril en sus canciones
dulcificando el alma en sus ofrendas.
Junto al talud de la montaña enhiesta
que una hebra de agua lame dulce y mansa,
viejo poblado indiano se recuesta
enhebrando, sutil, una añoranza.
Por senderos del tiempo se desliza
la vieja historia de la estirpe indiana,
hay un grácil romance en cada brisa
y en cada aurora un sueño que se hilvana.
Hay en la vasta soledad del huerto
Rondas de ensueños en las dulces quenas,
y en un claror de sol, en valle abierto,
vuelca el amor sus ansias y sus penas.
Suaves brisas en rondas vespertinas
del pasado musitan viejas glorias,
y el arroyo en sus notas cristalinas
parece murmurar viejas historias.
En las húmedas sombras escondida,
la llanta da su acorde quejumbroso;
es lamento de un alma dolorida,
que modula un romance misterioso.
En un coro de voces la floresta
hebras de luz entre el follaje hilvana
y como en una anunciación se apresta
en ofrenda floral la pasacana.
Es el alma del indio como ungida
En lecho de martirio y de dolor;
Ñusta sagrada, ensueño de una vida,
Inmensa pena de un inmenso amor.
CUARTA PARTE
De los montes agrestes, en la altura,
el cardo es una pena y una cuita;
embargada de amor y de ternura,
se encarna en flor el alma del diaguita.
Centinela que escruta la espesura
Anida en su ansiedad fervor humano,
Es el cardo, del indio, la amargura
De todo lo que fue su amor indiano.
Candelabro del sol y de la luna
yergue airada y enhiesta su escultura,
la soledad a su dolor se aduna
y en éxtasis ritual se transfigura.
Sobre lomas y riscos y quebradas
Como en una hierática postura,
parecen dialogar glorias pasadas
penitentes de magra vestidura.
Surge en espinas su pasión bravía
y agrieta en ansiedad su desventura,
el dorso tosco es su protesta impía
mas, su emblema auroral es alma pura.
Con un dejo de mística belleza
en un sueño febril de desposada,
tiene el garbo gentil de una princesa
y el sublime candor de una alborada.
Sensitiva entre surcos engarzada,
Como tejida en hebras de cristal;
Luce manto sutil de desposada
majestuosa, enigmática y triunfal.
Cáliz erguido en místico ritual
vaso de sol, capullo de alborada;
reina grave, nostálgica y sensual,
como en viejos recuerdos embargada.
Cristal sedeño con fulgor de aurora,
dulce recuerdo en búcaro encarnado;
en romance floral un alma añora,
quieta y doliente todo su pasado.
En tu doliente majestad de diosa
Una indiana inquietud cubre tu manto
eres la cuita virgen primorosa
que estremece la estrofa de mi canto.
La Rioja, 1940/50