Historia de la construcción del cable-carril: Santa Florentina – Chilecito
El autor de este escrito fue el señor Leopoldo Guerrero. Su hija, Alicia no envió este documento a Historia de La Rioja
Esta construcción se realizó con el sacrificio mancomunado de
un millar de hombres, para el traslado de los elementos para
levantar las torres, de los cables y luego para el armado de los
mismos.
Las piezas pesadísimas eran transportadas al hombro y a lomo
de mula. Los cables tienen 36 mm de diámetro (casi 4 cm) y pesan 7
Kg/mts, venìan enrollados en grandes carretes de 200 a 300 mts, de
modo que el peso total están en los 2.000 Kg.
El transporte de estos cables se convirtió en el trabajo mas
arriesgado y difícil. Los carretes eran transportados por grupos
especiales de “portadores”. Estos traicioneros cables amenazaban
al desenrollarse con tirar al abismo a los obreros que los
conducían por las estrechas sendas.
Según la longitud del cable en el carrete, se hacìan grupos
de 60 obreros y si era necesario de 100 obreros para
transportarlos. Es imposible dejar de imaginar, al ver estas
estructuras armadas, los grandes riesgos a los que eran sometidos
estos hombres, los accidentes, los muertos que se ha llevado esta
obra. Tenían que tener un temple suficiente para soportar el frío
extremo, los vientos helados, el garrotillo, la anoxia, el vértigo
ante las quebradas anchas y hondísimas, las cuestas sinuosas y
angostas, el apunamiento. Los factores ambientales y laborables
serìan los enemigos permanentes de estos hombres. Dicen que fueron
por 18 meses, pero ese tiempo fue para construir el primer tramo,
el más espeluznante fue el 2º, aunque se decía que en tiempos de
fuertes vientos suspendían la obra.
La tarea de los ingleses, H.W.Cooper, Ing M.P.Hughes, W.V.
Treloar, tampoco debe haber sido fácil por la enorme
responsabilidad ante semejante obra, por conducir a tanta gente
con sus distintos caracteres y su afinidad por la bebida, después
de un trabajo tan arriesgado. Hay una intercambio de
correspondencia desde un campamento a la Oficina Central, entre
los ingleses, un médico y un tal Enrique M. Faure, sobre un obrero
que tenía licencia porque se había destrozado la mano y brazo
jugando con un cartucho de dinamita. Alcoholizados o no, en grupos
se comportaban como niños jugando con los cartuchos de dinamita,
como si fueran fósforos. Yo, que era un niño, robaba junto con mis
amigos estos cartuchos para jugar. Los encendíamos y los tirábamos
al agua, uno tras otro para que explotaran antes de llegar al
agua.
Y luego del traslado de los materiales, llegaba el trabajo de
colocación de los mismos, sin mencionar la instalación de las
torres, levantadas al borde de los precipicios.
En los dos extremos del brazo de la torre de sostén y en todo
el recorrido, sostienen el cable portador, donde por un lado suben
y por el otro lado bajan las vagonetas; estas a su vez, son
arrastradas de una estación a la otra por el llamado cable tractor
o de tracciòn, de menor diámetro. Este segundo cable, se colocò a
la misma altura y paralela al primer cable y debajo del cable
portador, porque traen peso. Está accionado por un motor a vapor,
y alimentado con leña del lugar y necesita 4 hs para tomar
temperatura adecuada y empiece a funcionar.
En cada estación la transferencia de sección a sección està a
cargo de la habilidad de los operarios especializados.
Sobre el cable portador están suspendidas las vagonetas,
mediante dos ruedas ancladas. Estas vagonetas, llevan, debajo de
su apoyo, una mordaza o quijada móvil, que se abre mediante un
dispositivo especial y se cierra automáticamente; es decir en las
estaciones, las vagonetas descansan y corren sobre cables fijos y
para ponerlas en movimiento, un hombre, “el largador”, toma una
vagoneta y la empuja hacia el lado de la salida de la estación,
imprimiendo igual velocidad a la del cable tractor, en ese
momento, se abre la mordaza de la vagoneta, respecto del aparato
acopiador, permitiendo la entrada del cable tractor, arrastrando
por consiguiente la vagoneta hasta la estación próxima. Aquí se
repite la misma operación, pero a la inversa, esta se libera
automáticamente del cable tractor, siempre en marcha y es llevada
por el hombre al otro extremo de la estación, entregándosela
nuevamente al “largador” y así sucesivamente hasta llegar la
vagoneta a su destino, La Mejicana o Chilecito.
Después de toda esta imponente obra de ingeniería para
aquella época, sólo quedó unas gigantescas estructuras oxidadas,
como testigo de una época promisoria de esplendor para la región.
Las viejas vagonetas, algunas colgadas otras fuera de su carril,
de las construcciones algunos hierros, las máquinas de vapor, las
calderas, los discos para los cables, las ruedas impulsoras. Dirán
que tienen un color marrón-rojizo opaco, horrible, que es un
espectro, yo diría que aún así me sigue emocionando su imponencia.
Las minas – los mineros
Desde tiempos remotos, las minas están ahí. Despertaron la
codicia de nativos y extranjeros, muchos se llevaron los
minerales, pero ellas también se llevaron muchas vidas.
Su presencia, durante su esplendor, atrajo a hombres de la
Provincia de La Rioja, y de otras provincias; extranjeros de
países limítrofes y europeos. Algunos venían con sus familias,
otros solos. Dicen que en Chilecito llegaron a vivir 25.000 a 35.000
personas y en 1970 había 11.000 solamente, siendo Chilecito una de
las ciudades con mas habitantes de la Argentina. Para tener una
noción de su importancia, el censo de 1895 arroja que la población
Argentina era de 4 millones de habitantes.
Había muchos yacimientos auríferos y de otros minerales en la
región, pero “La Mejicana”, era el mas grande productor de oro y
plata en Argentina, por la perseverancia de los ingleses.
Los que van a estar siempre, son los pirquineros o lavadores
de oro, hoy su presencia depende del precio del oro. En aquel
tiempo bajaban con sus alforjas, algunos sin experiencia bajaban
pirita o el oro de los tontos; llegaban a Chilecito y los
esperaban los otros buitres, las salas de juego, los prostíbulos,
las mujeres, los bares.
En esa época trabajaron cerca de 4000 mineros en la montaña.
Arriba, como se le decía comunmente, en los socavones. En el piso
se ven las vías de trocha angosta por donde corrían las zorras y
en su interior trabajaban los apires; algunas minas tenían
parapetos de madera pero otras estaban libres.
Utilizaban los barrenos pateros (corto) que rompe la roca,
después el barreno patero seguidor (largo) y mas tarde del barreno
neumático; este manda aire a presión, el resorte se encoge y lo
larga con la misma energía con que se encogió.
Los accidentes
Los accidentes eran frecuentes en todos los puntos de este
trayecto, en el establecimiento donde se procesaba el material, en
las estaciones, en las minas y durante el viaje.
Las vagonetas ya transportaban materiales como personal
obrero o personal jerárquico. Las vagonetas de los jerarcas tenían
una tapa para cerrar la vagoneta, iban como en una cabina, la de
los obreros, abiertas. Durante el viaje, por los vientos, las
vagonetas se balanceaban fuertemente y varias veces provocaban
pánico en los obreros, que se movían desesperados dentro de ellas
y hacía que se desmontaran del cable carril y caían al abismo. La
otra alternativa era utilizar las mulas para ir de una estación a
otra pero hay que confiar la vida a las patas de estos animales y
a su sentido del abismo, porque no pisarán en falso. Pisan seguras
y firmes.
Si caían a los grandes abismos, los cuerpos eran
irrecuperables, quedaban a merced de los buitres.
En la fundición eran frecuentes los accidentes, afectaba a
pocas personas. Había quemados, lesiones oculares por chispas de
fundición, traumatismos y eran atendidos ahí mismo, en el
establecimiento donde les practicaban los primeros auxilios, pero
si acusaban mayor gravedad o necesitaban tratamientos más largos o
por accidentes de mayor envergadura iban a Chilecito o a la
“Sociedad de Socorros Mutuos” en Cruz del Eje por amputaciones o
cirugías mayores, cuando necesitaban ser cloroformados.
En cambio, los accidentes en las minas, eran por explosiones
o derrumbes dentro de las minas y podían acabar con una tropilla
de obreros. Eran mucho mas graves porque afectaban a muchas
personas. He tratado de hablar con gente que presenció estos
accidentes y no han podido relatarlo. Solo conseguí horribles
muecas de dolor o llanto por el recuerdo y todavía cumplían con la
orden de los ingleses, la prohibición absoluta de hablar sobre el
tema con nadie.
Uno se imagina, se derrumba una mina, están muertos o
quedaron atrapados vivos y heridos. El ruido, el polvo, las
heridas recibidas, ensordece, enceguece, duele y desespera a
todos. Se suspende el trabajo en todos los demás socavones, porque
lo primero que hacen es socorrerlos. Nace la solidaridad.
Está presente en mi memoria, porque fuí testigo, las escenas,
los movimientos cuando nos enterábamos de un derrumbe, por las
comunicaciones telefónicas. La primera reacción es el azoramiento
y luego todos alarmados corren para un lado y otro, avisando de la
tragedia y después, la larga y angustiosa espera. Algunos, los que
podían, bajaban en vagonetas, pero en horas. Ante tal cantidad de
heridos, otros entonces, bajaban a lomo de mula o en carros y
tardaban días, porque lleva tiempo bajar y más con heridos. Los
administradores ordenaban a sus empleados no hablar de los
decesos, pero en estos casos era imposible no hablar, no
enterarse.
La muerte para mí, un niño, era estar o no estar, si estas
vivo te veo, si estas muerto no te veo mas y era la muerte que lo
había llevado. Los accidentados en las minas no eran mis parientes
porque la mayoría trabajaba en la fundición, pero no podía escapar
del dolor que me causaba.
A la vera del camino, en un lugar abierto, se iba
aproximando la gente y nos disponíamos aislados o en grupos de un
lado y del otro, para dejar libre el sendero de tierra. Todos
aguzando el oído y mirando hacia Arriba. Sabíamos cuando se
estaban acercando. Los minutos eran horas hasta que los
divisábamos allá, muy lejos.
Todos estábamos ahí, parientes, vecinos, amigos, curiosos,
todos conocidos. La angustia se acrecentaba a medida que se
acercaba la tropilla, hasta que pasaban delante nuestro los
accidentados, los moribundos, los muertos, atados como fiambres.
Estábamos parados, firmes, envueltos en un trágico silencio,
interrumpido por algún sollozo incontenido o un grito de dolor, o
un pedido lastimero de agua; con los rostros angustiados, las
miradas desesperadas, buscando un hermano, un marido, un padre, un
hijo, un compañero, ya les acercaban agua, una manta. Me invadía
una inmensa tristeza, se me caían las lágrimas ver pasar a estos
seres humanos. Es imborrable esta ceremonia y aún hoy,
indescriptibles los sentimientos que nos embargaban.
Doy fe. Yo estuve allí.
Yo estuve
y padecí y mantengo
el testimonio
aunque no haya nadie
que recuerde
yo soy el que recuerda
aunque no queden
ojos en la tierra
yo seguiré mirando
y aquí quedará escrita
aquella sangre
aquel amor, aquí seguirá ardiendo
no hay olvido,
señores y señoras. . .
- Pablo Neruda