FACUNDO QUIROGA y SARMIENTO

Félix Luna escribe en su libro “Sarmiento y sus fantasmas. Encuentros imaginarios” (Editorial Atlántida-1997) en base a una bibliografía extensa, algunos volúmenes de las Obras completas de Sarmiento, las biografías de Ricardo Rojas y Manel Galvez y una profusa bibliografía, y dice en su introducción:  ”Para que el lector pueda obtener todo el provecho posible de este libro, debe aceptar una situación ficticia sobre la cual se basa la obra: Sarmiento, en Asunción del Paraguay, en sus últimos días, septiembre de 1888, recibiendo a los fantasmas de muchos de los que tuvieron que ver con su vida y habían muerto con anterioridad. Aparte de esta libertad imaginativa, todos los hechos que se ventilan en las conjeturales conversaciones son rigurosamente históricos. “

A continuación, su “diálogo” con Facundo Quiroga (página 259)

 

--Aquí estoy a su mandado, don Domingo.

--No alcanzo a distinguirlo bien. Esa sombra…

--Sí, una sombra terrible que se ha sacudido el ensangrentado polvo que la cubría, para hablar con usted.

--¡Facundo! ¡No puedo creerlo!

--El mismo, por Dios vivo. ¿Cómo iba a quedarme sin verlo, ahora que la muerte llega a su encuentro?

--¡Facundo! ¿Viene a pelearme? ¿Viene a decirme que mi libro está lleno de mentiras? En realidad, Civilización y Barbarie es un libro contra rosas, no tanto contra usted.

--No vengo a pelearlo ni a reprocharle los dislates que dejó impresos sobre mi persona. ¿Y sabe por qué?  Porque me ha inmortalizado en sus páginas. Si usted no hubiera escrito ese libro, mi recuerdo sería el de un oscuro caudillejo, como tantos otros que hubo en aquellos tiempos ardidos  salvajes. Usted me dio vida, dimensión, estatura… después de su libro, nadie ignorará quién fue Juan Facundo Quiroga.

--Puede ser, pero ha de saber que nunca lo odié. En todo caso, odié lo que usted representaba: la barbarie. Cuando de chico vi a sus hordas entrar en San Juan, esos jinetes harapientos y desgreñados, con sus risas broncas de vencedores y sus alaridos, su aire brutal y prepotente, entonces supe con claridad contra qué yo estaba llamado a luchar.

Además, Facundo, tengo un cargo personal contra usted: alguna vez le dijo a mi madre que donde me encontrara habría de fusilarme…

--A m i madre su amigo Lamadrid le puso una barra de grillos para que confesara donde estaban mis famosos tapados., los tesoros que él suponía tenía escondidos en los llanos de La Rioja. Pero yo nunca perseguí a las familias de mis adversarios; el mismo Lamadrid lo sabe bien, ya que otorgué un salvoconducto a su esposa para que saliera de Tucumán y fuera adonde se le antojara. Y no me diga de nuevo que usted no me odia, porque ¿cómo va a odiarme si usted y yo somos tan parecidos?

--¿Parecidos, Quiroga? Me ofende usted. Yo soy un hombre civilizado. Jamás ordené fusilar a nadie…

--Pero se sabe que usted, siendo Presidente, puso precio a la cabeza de López Jordán. ¿Eso es o no un acto de barbarie?

--Bueno, fue un arranque. Pero …

--¿Y no es cierto que en su momento usted aconsejó a su amigo Mitre que no ahorrara sangre de gauchos?

--Una exageración retórica…

--¿Y no aplaudió el vil asesinato del Chacho Peñaloza? ¡El Chacho! El paisano más bueno, más leal, mi hombre de confianza, mi lanza serena… Usted dijo que aplaudió su asesinato precisamente por su forma, es decir, por haber sido como fue, frutal, arbitrario, frío. Y todavía elogió que le hubieran cortado la cabeza y exhibiéndola en la plaza de Olta. Entonces no se me ofenda, sarmiento, porque tal vez los dos seamos igualmente bárbaros.

--Yo no justifico lo mío, pero recuerdo a los prisioneros unitarios de rodeo del Chacón que usted hizo fusilar de un momento a otros porque se enteró de que su amigo Fernando Villafañe había muerto en un encuentro con un enemigo. Acuérdese de esos pacíficos vecinos de La Rioja a los que, por celebrar su derrota en La tablada, hizo ejecutar sin la menor forma de juicio, casi delante de sus familias.

--Nuestra historia está llena de sangre, Sarmiento, y todos hemos ayudado a derramarla. Pero es injusto condenar sólo a uno de los bandos, ¿no le parece?

--Es que son cosas distintas, Quiroga. Yo estoy en el bando de la civilización; pude incurrir alguna vez en actos injustificables, pero la tendencia general de mi lucha lleva a la formación y el respeto de las instituciones, a la educación popular, a los ferrocarriles, al fomento de la inmigración, en fin, todo lo que he hecho durante mi vida pública. Usted, en cambio,  pudo haber tenido gestos generosos y aun, lo admito actos de grandeza. Sé que en algunos momentos le quiso prestar dinero al entonces joven Alberdi para que viajara a estudiar a los estados Unidos, y cuando Rivadavia intento regresar a Buenos Aires cortando su exilio, usted fue el único que salió de fiador. Fueron gestos nobles, general. Pero usted servía, deliberadamente o no, al campo de la barbarie, al atraso, al desprecio por el ciudadano, al aborrecimiento al extranjero. Si hasta llegó a hacer flamear una bandera que decía “Religión o Muerte”…

---Usted sería un mocito en esa época y no se ha de acordar. Al decir “religión o muerte”, lo que estábamos rechazando era la acción de Rivadavia y sus logistas, que querían gobernar a la europea y despreciaban todo lo criollo, entregaban nuestras minas a los ingleses y se embelesaban por cualquiera que trajera una novedad del otro lado del charco. Nos querían meter el progreso a tincazos… Al decir “religión” estábamos hablando de todo lo que sentíamos como nuestro, aquello que podíamos ir mejorando poco a poco, sin tanto apuro ni atropellos. El resultado de todo ese embrollo fue mi compadre Rosas, que fusiló mucho más que yo y se mantuvo en el poder casi vente años, sin organizar el país.

---Pero contra Rosas fue mi libro, contra el sistema absurdo que encarnaba, contra el atraso en que tenía a este país mientras el mundo cambiaba, mientras los pueblos arrancaban constituciones a los reyes y se educaban, leían y aprendían a discutir sus problemas.

---¿Los pueblos, dice, Sarmiento? Ni usted ni los suyos jamás estuvieron del lado del pueblo. Yo, en cualquiera de mis campamentos, rodeando los fogones, tenía más pueblo que todos ustedes. No sabían leer ni escribir pero peleaban por las causas en las que creían y sostenían a hombres como yo, que los representaban y decían las cosas que ellos no sabían decir.

---De todos modos, mi causa es la que triunfó. Y triunfó por la naturaleza misma de las cosas, porque tenía que imponerse, porque estaba en la atmósfera de los tiempos. Los argentinos ya aprenden a leer y escribir, se comunican por el telégrafo, viajan en ferrocarril, reciben noticias de Europa casi instantáneamente y hacen lugar a millones de extranjeros que vienen a traernos sus formas de trabajo, sus hábitos de ahorro, su tradición de respeto a la autoridad. Este será un gran país, Quiroga, y usted y otros caudillos como usted sólo serán un recuerdo, tal vez un recuerdo pintoresco sobre el cual se dirá y escribirá mucho, pero sólo eso.

---Sin embargo en su libro usted me reconoce ciertas cualidades y a veces se le escapa algún elogio, al lado de las enormes mentiras que dice sobre mí. Me parece que en el fondo usted me admiraba, ¿y sabe por qué? Por lo que le dije antes, porque somos parecidos.

---Vea Quiroga, alguna vez dije que nuestras sangres son afines, y usted seguramente sabe que somos parientes lejanos…

---.Si a usted le hubieran puesto una lanza en la mano cuando era un mocoso, y a mí me hubieran rodeado de libros o, al menos, de la curiosidad por los libros, usted y yo seríamos lo mismo que es el otro: usted andaría montonereando, y yo, haciendo el educador.

---¿Le parece?

----Insisto: no tengo quejas contra usted porque las invectivas que vertió en las páginas de civilización y barbarie se irán lavando con el tiempo. Pero quedará mi imagen inmortalizada en la memoria y la imaginación de los argentinos. Formaré parte del mundo de ideas de los compatriotas que vengan después de nosotros.

---Esta conversación es ociosa, general, porque nada podemos saber del tiempo por venir. Por mi parte, yo siento el fío del bronce, y la manera como me reciben en todos lados, incluso en este pobre Paraguay que todavía no se repone de la horrible guerra que tuvimos que hacerle, es como un presagio de mi gloria póstuma. Que no es solamente mía sino de mi ideario, del pensamiento que yo y algunos otros argentinos pusimos en práctica después de que terminamos con los caudillos como usted y con los tiranos como Rosas.

---Que le aproveche esa gloria, Sarmiento. Pero déjeme decirle esto. Usted encarnó en mi persona la barbarie, y creyó que, al destruirme moralmente con su libro, también destruía esa barbarie. Se equivoca. Lo que usted llama bárbaro perdurará por mucho, muchísimo tiempo en esta tierra que, no se olvide, es tan suya como mía. Y usted y los que lo siguen conseguirán hacer leer y escribir a la gente, instalarán aquí las formas de la civilización europea, pero lo bárbaro estará agazapado entre las lindezas del país que ha proyectado.

Agazapado y listo para saltar, como el tire que, según usted me atacó en la travesía y me hizo sentir miedo por primera vez en mi vida… Nunca se extinguirá del todo la barbarie, porque muchas veces no será sino la protesta de la gente común. Entonces será el susto de los que, como usted, quieren una Argentina que sea un país europeo, ordenado, prolijo, respetuoso de leyes y magistrados. Y atrás de esas  reapariciones súbitas y violentas estaré yo…  Usted, Sarmiento,  me abrumó  literariamente y en Barranca Yaco me limpiaron de un balazo en el ojo. Pero ya lo verán los que vengan después de nosotros; no estoy muerto del todo, y con menos nobleza que yo, habrá otros que hagan recordar que no se amansan así nomás estos pueblos.

 

Y ahora, adiós para siempre, pariente.